Vivas, diez años ha

12 de marzo de 2024

 








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Jon Fosse: Trilogía (in fine)

25 de enero de 2024

 




(...)

Es un buen violín, lo veo, dice Alida 

y le pasa el violín a Sigvald, y él lo devuelve a la caja y se sitúa a su lado, y ahí se queda con la caja de violín y Ales piensa que Sigvald, su querido hermano Sigvald, se hizo músico, y no mucho más, aunque tuvo una hija, una bastarda, y al parecer la hija tuvo un hijo que por lo visto se llama Jon y que dicen que también es músico y ha publicado un libro de poemas, pues sí, qué cosas más raras hace la gente, piensa Ales, y Sigvald desapareció sin más, y ahora será tan viejo que de todos modos estará muerto, desapareció y no se volvió a saber de él, piensa Ales, y por qué tiene que estar Alida ahí, en su sala, delante de la ventana, no puede ser, por qué no se irá, si ella no se va tendré que irme yo, piensa Ales, y ve que Alida sigue ahí, en medio de la sala, y no puede permitir que su madre esté ahí, al fin y al cabo es su sala, y por qué no se irá la madre, por qué no desaparecerá, qué hace ahí, por qué no se mueve, se pregunta Ales, y Alida no puede estar aquí, hace mucho tiempo que murió, piensa Ales, y le gustaría atreverse a tocar a su madre, para ver si realmente está aquí, piensa, pero no puede estar aquí, hace muchos años que murió, se ahogó ella misma en el mar, según decían, aunque Ales no sabe a ciencia cierta lo que ocurrió, dicen muchas cosas, y ella no pudo acudir al entierro de su madre ahí, en Dylgja, piensa con frecuencia en eso, en que no estuvo en el entierro de su madre, pero el viaje era largo, y tenía varios niños pequeños, y el marido estaba faenando, así que cómo podría haber acudido, y quizá sea por eso, quizá la madre esté ahora ahí porque ella no estuvo en su entierro y quizá por eso no quiera marcharse, pero Ales no puede hablarle, aunque se ha preguntado muchas veces si la madre realmente se ahogó ella misma, no cree que pueda preguntárselo, pero dicen que la encontraron en la playa, no puede preguntárselo porque no está tan mal de la cabeza como para hablar con una persona que lleva muchos años muerta, aunque sea su propia madre, no, no puede ser, no puede ser, piensa Ales, y Alida mira a Ales y piensa que la hija nota su presencia, claro que la nota, y puede que la esté molestando con su presencia, y Alida no quiere molestarla, por qué iba a querer molestar a su propia hija, en absoluto quiere molestar a su propia hija, a su querida hija, la mayor, y la única de sus dos queridas hijas que llegó a adulta y tuvo sus propios hijos y nietos, y Ales se levanta y se dirige con pasos lentos y cortos hacia la puerta de la entrada, la abre y pasa a la entrada y Alida la sigue con pasos lentos y cortos y también ella pasa a la entrada y Ales abre la puerta exterior y sale y Alida la sigue y Ales se va por el camino, porque si Alida no quiere salir de su casa, tendrá que salir ella, piensa Ales, otra cosa no puede hacer, piensa Ales y se encamina hacia el mar y Alida camina con pasos lentos y cortos, en la oscuridad, bajo la lluvia, se aleja Alida de la casa de la Cala, y luego se detiene, se vuelve y mira hacia la casa y solo distingue algo más oscuro en la oscuridad, y se vuelve de nuevo y sigue alejándose, paso a paso, y al llegar a la orilla se detiene, oye las olas romper y nota la lluvia contra el pelo, contra la cara, y entonces se adentra entre las olas y todo el frío es calor, todo el mar es Asle y se adentra más y entonces Asle la rodea por completo igual que hizo la noche que hablaron por primera vez, la primera vez que él tocó en un baile allí, en Dylgja, y todo es solo Asle y Alida y entonces las olas cubren a Alida y Ales se adentra en las olas, sigue adelante, se adentra más y más en las olas y entonces una ola cubre su pelo gris.


Originalmente publicado en Noruega como Andvake (2007), Olavs draumar (2012) y Kveldsvaevd (2014) en Det Norske Samlaget. Los tres libros fueron publicados juntos como Trilogien en Det Norske Samlaget en 2014.

© Copyright 2014 by Jon Fosse
Publicado con el permiso de Winje Agency A/S, Sklensgate, 12, 3912 Porsgrunn, Norway.

© De la traducción: Cristina Gómez Baggethun y Kirsti Baggethun

Imagen: Jon Fosse (n. 1959). Autor, dramaturgo y traductor noruego. Fotografiado en febrero de 2019 por Tom A. Kolstad. CC BY 2.0



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Jorge Luis Borges y Roberto Alifano: Borges, el jugador [conversación]

21 de enero de 2024

 




A Borges le fascinaba el azar que brinda la vida. A pesar de su timidez, se entregaba al azar en cuanto podía. Para él fue azar tanto viajar en globo como perderse en los arrabales de Buenos Aires o recorrer países remotos. No fue ajeno al juego. Alguna vez me comentó: «En una época fui jugador. Nunca me interesaron el póker ni la canasta, pero jugué al truco y al mus, que no llegué a entender demasiado». 

RA —Al truco, usted me contó que había jugado con Nicolás Paredes —interrumpí. 

JLB —Sí. Él era un gran jugador —recordó Borges—. Yo aprendí muchas picardías de Paredes y llegué a jugar en pareja con él. Otras veces jugamos mano a mano. Recuerdo que en la segunda visita que le hice, Paredes me preguntó si sabía jugar al truco; yo le contesté imprudentemente que sí. Entonces él sacó las barajas y nos pusimos a jugar. Al principio él me dejó ganar. Después me di cuenta de que ésa era la clásica o la consabida astucia de los tahúres; empezó luego a ganar él, y finalmente me ganó todo el dinero que yo tenía, que era bastante para la época. Paredes era un profesional del juego. Entonces le pedí que me prestara diez centavos para el tranvía. Paredes me devolvió todo el dinero que estaba encima de la mesa. Un poco molesto yo le pregunté si él había hecho trampa; y me contestó: «Bueno, usted tiene que entender que siempre yo voy a ser el ganador». 

RA —¡Qué linda anécdota! ¿Y él le enseñó luego a jugar bien? 

JLB —Sí, yo fui aprendiendo con él, y algunas veces jugamos en pareja contra otros. Era un excelente jugador de truco.

RA —¿Alguna vez usted me contó que jugaba a la ruleta, también? —vuelvo a preguntar.

JLB —Bueno, en una época sí; me gustaba la ruleta y fui inventor de algunas martingalas que no tuvieron demasiado éxito, ya que eran totalmente ineficaces. Alguna vez, sin embargo, llegué a ganar siguiendo ese método.

RA —¿En qué consistía, Borges?

JLB —Yo anotaba los pares y los impares de, digamos, diez o doce bolillas, en el exacto orden en que iban saliendo; los anotaba y luego trazaba una línea, los unía y formaba una simetría. Una vez logrado esto, yo los seguí y, algunas veces, me dio buen resultado.

RA —¿Con ese procedimiento esperaba salir de pobre?

JLB —No, no. Yo lo hacía para entretenerme, para demostrarme a mí mismo que podía ganar con ese método; pero no por codicia. No, digamos, al estilo Dostoievski, que lo hacía de una manera casi enfermiza. Yo tenía en claro que nadie gana a la ruleta y lo hacía con un interés que, bueno, podemos llamar placer intelectual.

RA —¿Llegó a perder dinero con su sistema?

JLB —La mayoría de las veces sí. Gané otras, pero cuando perdía, perdía lo que ganaba y el capital invertido también. De manera que nunca me fue bien en el juego. Luego yo pensé en inventar un sistema de juego en el que no se ganara ni se perdiera nunca. La gente juega, en la mayoría de los casos, porque está desesperada, porque debe dinero o porque quiere dejar de ser pobre. Y luego viene la humillación de perder, la humillación que perdiendo en el juego puede llegar a ser trágica. Sin embargo, usted ve cómo se fomenta el juego, y eso lo hacen hasta los gobiernos; a mí me parece una inmoralidad… Yrigoyen fue el presidente más íntegro en ese sentido. Él quería cerrar el Jockey Club y el casino de Mar del Plata, pero no tuvo éxito. Tampoco llegó a pisar el hipódromo, y cuando lo invitaron a una carrera donde se corría un Gran Premio, él se ofendió y les contestó con una carta muy severa. ¡Cómo lo iban a invitar al Presidente de la República a concurrir a un sitio donde se jugaba por dinero! Él lo sintió como una ofensa, y yo creo que tenía razón, ya que el juego es un vicio, una cuestión de azar donde no hay esfuerzo personal.

RA —También a la lotería jugó durante un largo tiempo. Borges entrecierra los ojos y concluye nostálgico:

JLB —Sí, yo seguí por años, cuando trabajaba en la biblioteca de Almagro, un número de lotería. Ahora, fíjese cómo en el azar la suerte siempre me fue esquiva. Cuando dejé de trabajar en la biblioteca, dejé también de comprar el billete, y a los pocos días salió premiado con la grande.




Foto y texto en Roberto Alifano: El humor de Borges (1995)

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Gerardo Lewin: Plegaria ineficaz

17 de enero de 2024





I

Ahora todos acuden en tropel
para ofrendar poemas
al baal de la peste:
su rostro es de mujer, su cuerpo de avispa hiede
y sus templarios degradados,
con desagrado sacro
humos inhalan de sus fauces.
Ya todo exige la absoluta muerte.
Comienzan a asomarse a las ventanas
las caras niñas que buscan la salida.
Voy, mientras escucho un ruego
a una divinidad perdida entre retretes...


II

Nada se dice ahora del dolor,
del dolor persistente,
de la oscura mordida que no cede,
del malo inquebrantable,
de ese profundo anuncio,
de lo que en ti desobedece
y nunca calla, lo que roe
y no ceja y siempre habla,
de la garganta ronca
que murmura y sufre,
odia y busca terminar
con cuanto se interponga,
del topo ciego, terco,
monosilábico,
de lo que muere
por negarse a morir.






Incluido en Altuntún, su último poemario aún inédito 
Foto © Nicolás Mendez Casariego


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Alejandra Correa: Los nombres

15 de enero de 2024





La nieve

1

Para quienes hablan el finés
nevar es llover la nieve.
Cuando eso sucede
vos y yo buscamos refugio
en nuestra casa hecha de palabras.


2

En finés hay siete palabras
para esta lluvia helada mientras sucede:
Lumi nombra a la nieve cayendo.
Pyry a la acción de llover la nieve.
Una tormenta de nieve es myräkkä.
A la nieve que arrasa con viento fuerte se la llama tuisku.
Y una pequeña avalancha es laviini.

De todo lo que cae del cielo

también son nombrados
rae, el granizo
y räntä, el aguanieve.

La percepción de los fineses

deja una siembra de palabras. 

Mientras todo cae a nuestro alrededor
vos y yo estamos viviendo
algo cuyo nombre desconocemos.

Porque ¿cuál es la palabra

para nombrar la despedida
cuando nadie se va
pero algo termina?


3

Cambian los nombres de la nieve mientras nieva.

Es hyhmä, un cuadro de invierno:

nieve flotando sobre el agua.
Es loska, la nieve muy húmeda mezcla de agua y barro.
Es sohjo, el aguanieve cuando se deposita sobre una superficie.

También cambian los nombres

de todo lo que nos rodea
y nuestro sólido amor se derrite
cuerpo y sangre de agua.

Muta hacia ese nombre

que deberemos inventar.


4

Todo indica que hay una tercera categoría para los fineses
cuando se trata de precipitaciones heladas
sobre grandes masas de agua.

Cabrá aprender si las hay cuando no son tan heladas.
Cuando las masas de agua son menores
o extremadamente pequeñas

cuando es mi lágrima la que se hiela y cae

sobre la taza de té
como una piedra a un pozo.


5



Ahto es hielo roto y luego vuelto a helar.
Es decir: una soldadura de hielo
hecha por la misma sangre helada
que antes se ha quebrado.

Esa justa imagen

está hablando de nosotros.


6

Ahtauma nombra una formación de hielo a la deriva.
Contiene en sí la lejanía:
Atahuuuuuuuma
con sólo pronunciarla puedo verte partir.


7

Jää es la palabra corta que nombra a todo lo que es hielo.
Pero los cristales de hielo -el hielo cristalino 
es kide.

Aquí viene kohva que se refiere a un tipo de hielo específico:

el hielo gris formado sobre nieve húmeda.    

Quién pudiera tener la precisión finesa

para poner nombre a lo sutil y así separar,
parte a parte
con un escalpelo de palabras
una mínima variación de luz sobre otra
para poder habitar la nieve.


8

Si el hielo se ha depositado sobre el hielo
lo nombra la palabra paanne
La imagen es una ola que choca y se congela encima.

Mientras railo se detiene a nombrar

una cresta de presión en el hielo
y röpelö señala al hielo que no es una superficie lisa
sino desigual.

¿Cuántas palabras fueron dadas a luz por lo que se rompe?
¿Cuántas surgieron de lo que se reúne? 
¿Cuántas nacieron de la partida o de la muerte?


9

Ahora bien y sólo a nuestros fines,
es interesante detenerse en esta cuarta categoría
que corresponde a precipitaciones heladas
que han sufrido intervención humana o animal.

Avanto nombra a un agujero en el hielo.

Jotos a las específicas huellas que dejan los renos,
-es una palabra exclusiva para una marca señalada-.
Y otra aún: rannio.
indica un paso para renos en nieve profunda.
¿Cómo llamaremos nosotros
-¡Oh amor mío y sin ser renos!–
a nuestro paso por el mundo
y su pequeña
inasible
murmurante
huella
que ya empieza a apagarse
en este desasosiego cromático
blanco
olvido?



Los nombres pertenece a La nieve
Primera edición © 2023 | Alejandra Correa 
Diseño y maquetación: Marina Baudracco 
Obras de arte en tapa e interiores: Alejandra Correa 
© La Gran Nilson Editora Buenos Aires - Argentina Enero, 2023. 
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723
Impreso en Argentina. ISBN 978-987-48785-4-0







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Ernesto Tancovich: Carta a Berenice

14 de enero de 2024



Jugábamos, te acordarás, a probarnos nuevas vidas ante el espejo que cada una era para la otra. Habrá sido por finales de agosto; un viento vivo arrastraba nubes luminosas, echaba a volar las hojas enrojecidas del roble y, sin que lo supiéramos, se llevaba la infancia. Ya no sé si la idea fue tuya o mía. O de nadie, y simplemente nos la trajo un ramalazo de aquel aire adolescente. Acróbatas sin red, subidas a lo más alto de nosotras mismas, nos inventamos hermanas y, por añadidura, mellizas. Acaso recuerdes (yo lo olvidé) de cuál culebrón caribeño copiamos nuestro mito de origen. De pronto hijas de lo inconfesable, separadas a meses de nacer, asignadas a diferentes madres y padres, acordamos desechar los nombres heredados a cambio de otros, resplandecientes y arcaicos. Vos serías Berenice, yo Isolda. Así nos dijimos, entre risas, parodiando aquella pavada de “yo Tarzán, tu Juana”. Encendidas por el recién encontrado poder nos abocaríamos a tramar desde cero la propia biografía. De un almanaque (veo la lámina: dos gatitos en una cesta) elegimos la fecha de nacimiento: febrero 17; el libro de Linda Goodman nos había convencido de ser acuarianas del tercer decanato, románticas, sensuales, ambiciosas.

Así, renacidas en pegoteo de siamesas, nos dimos al juego de intercambiar las figuritas que a cada una habían tocado. De vos, Berenice, admiré la minuciosidad cruel con que diseccionabas cada uno de tus días. Las ausencias y desvíos paternos, las derivas sicóticas de esa mujer lacerada que tenías por madre y a la que probamos imaginar de las dos. Aunque me sedujo la posibilidad de una madre embravecida, preferiste (y yo no insistí, había aceptado tu jefatura) que hiciéramos de aquella infeliz que yo veía languidecer en casa la remota alimentadora de ambas. Llegaríamos a discutir, tontas y malvadas, si la teta izquierda a mí, la derecha a vos o viceversa. Entre las tentaciones y el miedo, el dolor y la farsa, la impostura y la búsqueda, aprendimos que mover una pieza cualquiera modifica en efecto mariposa todo el pasado y, por resonancia, prefigura lo que se cuece en el mañana.

Sé (lo supe desde el comienzo) que en el afán por mostrarte incisiva, de a ratos fabulabas. A eso no opuse reparos; por el contrario, lejos de desmentirte, reforcé mi credulidad. Di por cierto que tu padre traficaba merca con Holanda, que tu madre había acribillado a dos sicarios en defensa propia, que estaban por hacerse cargo del principal cartel transoceánico… Al fin la común vocación novelera había favorecido el mutuo reconocimiento por más que fuésemos, sin embargo, cara y ceca; Vos, arrojada y lengua larga; te regodeabas en el recuento de males; en cambio yo, medrosa y reticente, no me atreví (y aún lo lamento) a confiarte crudamente lo que ocurría en casa, lo que me ocurría. Quizás fuese demasiado gravoso para volcarlo en palabras y no por lo que pudieras pensar o decir sino porque me hubiese horrorizado oírlo de propia voz. Por darle cauce delineaba atajos, ensayaba rodeos, me las componía para que distintas voces, procedentes de los sueños, las declarasen por mi boca. Sí, Berenice, era mi argucia de cobarde o desvalida espiarme con ojos cerrados en ese caleidoscopio de visiones huidizas, para después, en la vigilia, recomponerlos con cuidados de arqueóloga y poder contarlos, contármelos, contártelos.

Traigo aquí estas palabras, algunas ya gastadas, casi todas redundantes, no por temor de que hayas olvidado sino para que, al escucharlas, recobremos algo de aquellos días fugaces. Los años ¿ya cuántos? ¿treinta? me hicieron entender que nuestra victoria, no importa si grande o pequeña, en todo caso para mí la única, fue aquella de recrearnos hermanas desde el útero. Y que a partir de allí, amparadas en la conciencia ambigua de que lo éramos a partir de una travesura, nos autorizáramos las astucias de un amor clandestino, sin culpa ni restricciones.

Perdoná que me haya puesto un tanto nostálgica, sé que invitar al pasado, por precioso que haya sido, hiere o al menos rasguña. ¿A qué, te preguntarás, este palabrerío salpicado de confesiones retaceadas y tardías? ¿A santo de qué revivir las emociones que un día terminaron por pesarnos y en tácito acuerdo dejamos caer? Sucede que, como tantísimas veces antes, quisiera contarte otro de mis sueños, el último, el de anoche, el más desconcertante. Ya lo ves, no me basta ser la confidente de mi misma, vuelvo a necesitar que oficies de espejo.

Pensarás, esta Isolda y sus retorcidas historias, somos grandecitas, señoronas de tetas caídas vamos siendo, hace mucho dejaron de cautivarnos aquellas chiquilinadas del secundario, la vida pura y dura nos ha vuelto resignadas y piadosas. Pero, Berenice (¿sos aún Berenice? ¿somos las que nos atrevimos a ser? ¿lo fuimos de verdad una vez? ¿podríamos aún serlo por un rato?), no te vayas, sentémonos en nuestros trece y catorce, destapemos, si querés, una Spur Cola y escuchame.

Para nada ha sido el de anoche un sueño cualquiera ni un sueño más, ni siquiera tan solo un sueño. Estuvo, sí, el espacio que aprendiste a recorrer como si vos misma lo soñaras; aquellos campos esfumados en una claridad espectral que, sin definir horizontes, bastaba para diferenciar tierra de cielo. Pero en este replay tardío ya no verás a la flacucha Isolda abrir con paso entorpecido una senda entre los yuyos bravos. Ni tampoco se interpondrá, salida de las sombras, aquella figura siniestra que, al menos en los sueños (tan sólo en los sueños) conseguía eludir. Después ¿te acordás? tras la línea en que cesaba el pastizal se abría un repentino espacio de luz, escenario que noche tras noche mostraba algo diferente. Una calle de muros sin puertas ni ventanas, un desierto poblado de feísimos muñecotes kitsch, laberintos en que se anudaban y retorcían escaleras que no llevaban a ninguna parte, un patíbulo rodeado de gente que parecía esperar algo o a alguien. Consciente de que aguardabas esa variación final, las inventaba para vos en otro sueño, distinto, de ojos abiertos. Al cabo lo más genuino de nuestra relación se fundaba en embustes, pactados o consentidos. Ya lo ves, Berenice, he aprendido a ser, hasta donde puedo, sincera. Cumplo en decirlo, ni una vez hubo luz, buena o mala, en mis sueños; siempre, por escapar de la sombra que fatalmente cruzaría mis pasos, despertaba aterrada en aquel inmutable paisaje oscuro; nunca hubo transición entre las tinieblas del pánico nocturno y la brutal claridad de la vigilia.

Beso los dedos en cruz y te cuento. Anoche, como si el tiempo no hubiera pasado, volvieron a abrirse aquellos descampados del miedo. Pero esta vez los veía fugar hacia atrás (¿hacia el pasado? ¿al rescate de la que fui? ¿o borrándola definitivamente?) desde una ventanilla de colectivo. Única pasajera en el último asiento, desconocía o había olvidado de qué línea se trataba ni hacia donde pretendía viajar, ni recordaba siquiera haberlo tomado. El trayecto se prolongaba, pasando de largo paradas desiertas. Habíamos salido de la ciudad y la oscuridad, interrumpida cada tanto por agrupaciones de luces, se había cerrado por completo. El chofer, de espaldas, era una presencia borrosa recortada sobre el resplandor que los faros derramaban sobre el pavimento y de rebote iluminaba el parabrisas. Tuve miedo. Del afuera, como siempre, pero mucho más de lo que pudiera pasarme allí adentro. Me asaltaron visiones de secuestro y asesinato, de tormentos. Me vi a punto de desbarrancar en el archiconocido pánico, sentí esa correntada en todo el cuerpo, decidí bajar (¿del colectivo? ¿del sueño), me paré, toqué el timbre. “Chofer, parada”, avisé, primero tímidamente, después con acentos de súplica y por tercera vez en tonos perentorios y quebrados, temerosa de que no frenara o no abriese la puerta y me llevara quién sabe adónde ni con cuales propósitos. Vi con alivio que bajaba un cambio y otro, reducía la velocidad, frenaba. La puerta se abrió, controlando el temblor de las piernas bajé lo rápido que pude. Me vi a la intemperie, frente a los campos negrísimos de que te hablé hasta aburrirte. El colectivo no volvió a arrancar, entendí que me esperaba, aluciné que para salvarme, caminé por el costado sintiendo que crecía el impulso de volver a subir, pagar el boleto, reanudar el viaje sin destino. Con desesperación golpeé la puerta delantera, la vi abrirse, subí los tres escalones. Aquel hombre esperaba, celular en mano, pensé que filmando, me cubrí la cara, dijo algo incomprensible, más ruido que palabras, temí que abandonara el asiento y se me echara encima, huí hacia el fondo. Había reconocido al de las recurrentes pesadillas, el que salía a mi paso en la espesura del sueño, la sonrisa crispada del que se cernía sobre mi lecho (ya está, me animé a contártelo sin tapujos) y me resignaba a esperar porque no tenía por dónde huir, ese de cuyo avatar nocturno me ponía a salvo un despertar convulso de niña pez emergida de unas aguas cenagosas, el corazón disparado a mil, ahogada en sacudones y boqueadas, paladeando en un solo trago los sabores de la vida y la muerte.

Pensarás, la boluda de Isolda dale que dale con lo mismo, no madura, ahí sigue, perdida en los páramos del mal sueño, acosada por el fantasma de una sombra. Y acaso quieras persuadirme (siempre fuiste positiva) de que aquello está muerto, dirás clavale por fin la estaca, sellá la fosa, hacele la cruz, dejá que a sus cenizas las disperse el viento y, casi seguramente, se te ocurrirá reducir lo soñado a símbolos inteligibles con la facilidad que yo misma o cualquiera podría hacerlo. Te lo adivino, podría escribirlo: el viaje a solas a través de la noche en representación de mi vida; el ataque de pánico como un intento desesperado por salir de allí y perderme o esconderme igual que de pendeja me arropaba bajo las cobijas, sumida en la negrura sofocante, en simulación de lo que suponía habría de ser la muerte, para no ver, para no ver, apenas animada de un resto de voluntad no sé si aliada o enemiga que me llevaba a aceptar esta vida de mierda o, si querés, las mierdas de la vida, subir de nuevo a ese colectivo sin hoja de ruta conducido por una sombra impasible, renovar el boleto, entregarme de pies y manos a lo que fuere y sea lo que dios y el diablo determinen, pero no, no te me vayas, seguime el hilo, aquí no va el punto final, quizás no lo haya y tres puntos suspensivos habrán de ser los pertinentes. Respiro y sigo: el sueño, si cabe llamarlo así (ya entenderás por qué la duda) había quedado atrás, en los pliegues de la noche y, del todo despierta, pulso y respiración regulares, preparé café en taza grande, lo necesitaba casi como antídoto, alcé la cortina para recibir el golpe de luz que disipara aquellas impresiones ominosas y por alejarlas del todo encendí la tele. A esto quería llegar, a la placa roja que cubrió la pantalla: Último momento pasajera fantasma y enseguida la imagen del chofer, ya no exactamente la que me asustó en el sueño; sino que ahora. lavada la expresión amenazante, era la de un inofensivo cara de nadie. La otra media pantalla mostraba el interior del colectivo, vacío. Oí tres veces el timbrazo y mi voz en off: “chofer, parada”, escuché el ruido de la puerta de descenso, tras un intervalo reconocí los golpes que había dado en la puerta delantera, vi mi cara de loca, la mano que trataba de ocultarla, las palabras del chofer que ahora sí comprendí: “señora, la unidad está fuera de servicio” y de nuevo el interior vacío. La cámara del vehículo había registrado mi sueño entero, del derecho y del revés y ahora hacía que lo viese desde afuera, como a través de una ventana.

El entrevistado alcanzó a relatar más o menos esto: Que habiendo terminado su recorrido circulaba por la ruta 193. Que de pronto sonó el timbre y se oyó una voz de mujer casi inaudible: “chofer, parada”. Que, supuso, alguien se hubiera dormido en el último asiento sin ser visto. Que miró por el espejo sin ver a nadie. Que hubo dos nuevos timbrazos y la misma voz reclamando en tonos cada vez más elevados. Que atribuyó a la escasa luz (un apagón muy grande afectaba a Zárate y Escalada) la dificultad de verla, por lo que decidió parar y abrir la puerta de descenso. Que aprovechó la detención para enviar un mensaje por celular. Que estaba en eso cuando oyó golpes en la puerta delantera. Que la pasajera, dedujo, podría haber olvidado algo, de modo que abrió. Que subió una mujer de mediana edad, el rostro alterado, como si algo la hubiese atemorizado. Que al verlo se cubrió la cara con la mano y corrió hacia el fondo. Que trató de explicarle que la unidad estaba fuera de servicio. Que volvió a sonar el timbre y de nuevo oyó la voz que decía “chofer, parada”, que miró por el espejo y tampoco esta vez vio a nadie, que abrió la puerta sin esperar a que insistiera, que cuando calculó que la mujer o lo que fuere había tenido tiempo de descender, puso primera y arrancó sin mirar atrás.

Así es que, hermana, hermanita mía, hermana del alma, siamesa de mi lado B, Berenice querida, me pregunto, te pregunto (¿tendremos aún la osadía de formular preguntas y de inventarnos respuestas?), me pregunto qué habrá sido de mí anoche, sola en aquel apagón del mundo, al ver que se alejaba, fuera de línea, el último colectivo, dónde estaré ahora mismo, viva o muerta ¿el sueño del que otrora sabía huir se habrá convertido en una trampa de la que se sale tan solo para, inmediatamente, volver a entrar? ¿Quién soy yo, en definitiva, qué? ¿Quién, en los sueños que vendrán? ¿Esta que en un vahído vuelve a ser de trece, de catorce? ¿La desgajada Isolda? ¿La loca que se extravió en su noche y a la que llaman fantasma? ¿Esta señora (por lealtad a las que fuimos omitiré el nombre por el que soy conocida aquí) que escribe una carta o un simulacro de carta atosigándose con las borras frías del café? ¿Soñé o fui soñada? Me pregunto si aquellos sueños repetidos no habrán sido preparatorios del que acabo de relatar, el definitivo, la puerta de acceso a un mundo de sombra y silencio del que no habrá escapatoria. ¿Me será concedida una noche más? ¿O habré apurado la última, la que resume incontables noches? ¿Y si esta luz en la que escribo sea lo que resta del día, su destello final?

Demasiadas preguntas, dirás con razón, pero ¿sabés? nunca hubo otra cosa. Al fin lo nuestro había sido la puesta en acto de una sola, esencial, el interrogante por saber quiénes éramos, sin advertir que eso jamás tendrá respuesta cierta. De todos modos, ya no vale la pena esperarla. Será suficiente adivinar que estás allá, en alguna parte, llamándote todavía Berenice, lejos o cerca, de trece, catorce o cuarenta y cinco, quién sabe si fantasma vos también.

¿A qué dirección remitir esto que acabo de escribir, a quién? ¿A las dos loquitas que nos perdimos una de otra, a los espejos rotos, al viento que pasa, que trae, que lleva, que no cesa?

 




El texto es de 2022. Publicado en Añangapitanga, Ediciones Bonaerenses, colección Nuevas narrativas, volumen que reúne los cuentos premiados en el Concurso María E. Walsh, Biblioteca Central de la Provincia de Buenos Aires, año 2023


Foto: Nats Álvarez Tancovich ca. 2015


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Agota Kristof: La casa

29 de noviembre de 2023





Tenía diez años. Estaba sentado en la acera observando el camión que cargaban de muebles y cajas.
—¿Qué hacen? —le preguntó a un amigo de la calle que acababa de sentarse a su lado.
—¡Pues mudarse! —dijo el otro—. Me encantaría ser mozo de mudanzas. Es una buena profesión.
Hay que estar cachas.
—¿Quieres decir que se irán a vivir a otra casa?
—Claro, se están mudando.
—¡Pobres!, ¿les ha pasado algo malo?
—¿Por qué algo malo? Al contrario. Tendrán una casa más grande y más bonita. Yo estaría contento.
Entró en casa, se sentó en el césped del jardín y lloró.
—No es posible. Dejar una casa por otra es tan triste como haber matado a alguien.
A los quince años cambió de ciudad. Era invierno. Por la ventana del tren contemplaba cómo se alejaba su infancia. Luego sonrió y le dijo a su madre:
—Espero que allí te sientas bien.
Pero un día volvió a poner los pies en la antigua casa, un domingo de principios de junio.
El vecino, un inválido que siempre había querido a ese chaval educado, taciturno, estaba muy  contento de verlo.
—Siéntate y cuéntame qué ha sido de vosotros en la gran ciudad.
—Aquí no ha cambiado nada —contestó el chaval lanzando una mirada a la habitación única—.
¿Puedo salir al jardín?
Atravesó el seto de un solo paso y ya estaba de nuevo en su casa.
El aire estaba cargado de olor a frambuesas maduras, marchitadas por el sol.
Avanzó y la vio.
La casa estaba allí, inmóvil, vacía.
—Pareces cansada —le dijo—, pero debes saber que he vuelto.
A partir de aquel momento fue a visitarla todas las semanas, la miraba y le hablaba.
—¿Sufres tanto como yo? —le preguntó una tarde cuando la lluvia de octubre atizaba sin piedad las paredes grises de la casa y las ventanas temblaban con el viento—. No llores —gritó entre sollozos—, te prometo que volveré para siempre.
Un hombre se asomó a la ventana y contempló el jardín con mirada severa.
—Hay alguien —susurró el chaval destrozado por el dolor—, has elegido a otro, ya no me quieres. ¡Odio a ese hombre!
La ventana volvió a cerrarse con un ruido seco, el tren arrancó y salió volando a través de los campos muertos.
Después el océano los separó y luego el tiempo.
El chaval ya no era un chaval, era un hombre.
Y el tiempo, el océano, las luces de la gran ciudad, las casas que tocaban las nubes le susurraban durante la noche:
—Ves, ves qué lejos estás, lejos de mí.
Las caras, la multitud de caras, la uniformidad de las caras, el ruido, el jaleo delirante —tan monótono que se parece al silencio— y los relojes, las campanas, los despertadores, los teléfonos, las puertas acolchadas, los rumores del ascensor, las risas, la música loca, insoportable.
Por encima de todo aquello, una voz de resignación, casi ridícula, una voz lejana, triste, vieja:
—Ves qué lejos estás de mí. Me has abandonado, me has olvidado.
El niño era ahora un hombre rico. Así que decidió que reconstruyeran su casa, su primera casa.
Ya tenía varias. Una al borde del mar, otra en un barrio elegante, un chalé en la montaña. Pero quería tener la primera, la única.
Consultó a un arquitecto y le describió de manera imprecisa la casa de su infancia.
El arquitecto sonrió: le pedían continuamente trabajos que se alejaban de la realidad.
—Necesito cifras concretas, medidas. Sin las medidas no puedo hacer nada.
—Sí, entiendo. Voy a escribir, pediré las medidas. Lo importante es la veranda y la vid que trepa por las paredes. Y por supuesto el polvo sobre las hojas y sobre los racimos de uva.
Cuando terminaron de construir la casa se mostró conforme.
—Sí, es exactamente igual a la otra.
Sonreía pero sus ojos estaban vacíos.
Unos días más tarde se fue sin decir nada a nadie.
De un lado a otro, de una ciudad a otra, cogía aviones, barcos, trenes.
Siempre en otra parte, allá donde nada le fuese familiar. Las frías luces de las grandes ciudades eran bellas y diferentes, pero ni siquiera podía plantearse amarlas.
—He pedido que hagan una copia. Es ridículo. Como si lo conocido pudiese copiarse.
Un gran hotel, ningún parecido. Una alfombra sobre la escalera, una alfombra en el vestíbulo.
—Una carta para usted, señor.
Abrió la carta en el ascensor.
«¿Por qué te fuiste?»
Un shock. Las casas no escriben cartas. Era su mujer.
«¿Por qué te fuiste?»
Es verdad, ¿por qué?
La carta se queda sobre la mesa. Mañana los trenes partirán más lejos sobre raíles que chillan de cansancio.
Los raíles están tan cansados que el tren se detiene en plena campiña. Problema técnico.
Un hombre sale del vagón-cama de primera clase. Nadie repara en él. Desciende el talud y se encuentra en un campo muerto, cenagoso. El tren arranca de nuevo. Cuando el ruido se atenúa, el hombre empieza a hablar:
—Pareces cansada —dice—. Pero debes saber que he vuelto.
Una casa se eleva ante él, vieja e inmóvil.
—Eres hermosa.
Sus arrugados dedos acarician las paredes destartaladas.
—Mira. Abro los brazos y te abrazo, como he abrazado a la mujer a la que ni siquiera he creído amar.
Bajo la veranda de la casa aparece un muchacho que mira la luna.
El hombre se le acerca.
—Te amo —dice— y siente como si fuese la primera vez que pronuncia esas gastadas palabras.
El niño lo observa fijamente con mirada severa.
—Pequeño —dice el hombre—, ¿por qué miras la luna?
—No miro la luna —contesta el niño un poco irritado—. No miro la luna, miro el porvenir.
—¿El porvenir? —dice el hombre—. Yo vengo de allí y no hay más que campos muertos y cenagosos.
—¡Mientes, mientes! —grita el niño encolerizado—. ¡Hay luz, dinero, amor, jardines llenos de flores!
—Vengo de allí —repite despacio el hombre— y no hay más que campos muertos y cenagosos.
Entonces el niño le reconoce y se echa a llorar. El hombre se siente abochornado.
—Bueno, quizá es sólo porque yo me fui.
—¿Ah sí? —dice el niño, sosegado—. Yo no me iré nunca.
La mujer ha gritado cuando ha visto al viejo sentado bajo la veranda. Él ni se ha inmutado cuando ha oído el grito. Y eso que todavía no estaba muerto. Sólo estaba sentado allí mirando al cielo con una sonrisa.




En Agota Kristof: No importa
Título original: C’est égal
Agota Kristof, 2005
Trad.: Julieta Carmona Lombardo

Foto: © Jean-Pierre Baillod
La fotografía data de la década de 1970, tomada en el viaje de regreso de Agota Kristof de Hungría a Suiza, luego de su primera estadía en su país natal después del exilio.
Fuente


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Héctor Viel Temperley: El arma (1953)

16 de noviembre de 2023





Sé que debo advertir al lector de El arma de que esos ejercicios no están inspirados en el amor físico, y menos aún en el de sus amantes. Pero, aunque reconozca que el poema puede ser desviadamente interpretado, me niego a comprometer a mis veinte años —acusándolos de maltratar el referido asunto— en la impresión que causen sus imágenes y su simbolismo. No puedo hacerlo, porque a la edad en que escribí El arma, ya sabía que para mantener en secreto el sentido de un poema como éste, no hay mejor actitud que la de ser fiel a nuestras sensaciones. Así, llégase al punto de humanizar las palabras, de hacerlas rodar por la sangre. O sea, de vertirlas como sangre y no como lenguaje.
Y ésa fue la técnica que, pese a sus alcances previstos, guió la construcción de El arma.


1

Porque tu izquierdo corazón es seno
y no puño con lanza en esta tierra,
mi puño desenvaina de mi cuerpo
un arma que te escuda y que te acera.
Tendido en el comienzo de este cielo,
ya azul para la hormiga entre la hierba,
a mi alma sin reyes y sin joyas
he puesto empuñadura y, descubierta,
la llevo como un arma de combate:
mujer enamorada, tú en mi diestra.


2

Mujer enamorada, tú en mi cuerpo
eres mi alma de pie, como una espada
que idéntica a su vaina adolescente
nada lo mismo el cielo que las aguas.
Espada con latiente empuñadura,
porque es de seno izquierdo sobre mi alma,
mi mano quiebra y abre este muchacho,
que es mi cuerpo y mi edad, para que salgas
tú, mujer, en defensa de ti misma;
porque mi alma eres tú, desenvainada.


3

Mitad de amor, de sangre con un niño
remonta a caballo sus orillas
para nacer de ti; mitad de guerra,
cargas entre dos caballerías
de una sola que me quiebra el cuerpo,
tu vaina, que es también la mía.
Forjé tu vaina desde mi garganta
en un tirón de sol, bajo las cintas
líquidas de la piel, de hueso en hueso,
y hasta en tus propios pies, un mediodía.


4

Yo mismo me remonto, me retrepo
como nadando ríos verticales,
asciendo desde el pie sin que mis músculos
sientan más salto que el del sol y el aire,
y alcanzo mis espaldas y mi rostro,
paso de hierba por los pectorales,
para verte de pie sobre mi frente
y para descubrir que vas, amante,
desde mi frente al cielo en una mano
a la que es imposible desarmarle.


5

Ahora que soy de poros sobre el pasto,
y que tendido aquí en tu sombra siento
que entre la hierba el cielo es todavía
azul, como es azul arriba nuestro;
uno en el otro, todavía en tierra
pero mojados ya por todo el cielo,
el cuerpo en medio del azul, sin alas
pero entre nubes, contra el sol y el viento,
tú en mi mano, tú azul, tú por el aire,
yo te veo, mujer, y yo me veo.


6

Desde mis pies, mis dedos, abro un río
que va de las rodillas hasta el pecho,
me desato los músculos, me parto
y por mis hombros salto, corro y muerdo.
Tiro mi cuerpo al suelo y yo me tiro
sobre mi propio cuerpo con mi cuerpo,
y, adentro mío, en un instante empuño
el arma que eres tú, el amante acero
que, ya rota su vaina, a mí me envaine
cuando muerto de amor lo lance al cielo.


En Poemas con caballos (1956)



























Foto sin créditos: Héctor Viel Temperley (1933-1987)



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Jorge Luis Borges y Luisa Mercedes Levinson: La hermana de Eloísa

16 de septiembre de 2023



 

Jorge Luis Borges y Luisa Mercedes Levinson (sin data). Vía

I


Habían pasado unos quince años, pero cuando Jiménez me dijo que había tenido que ir a Burzaco para planear la edificación de un chalet por cuenta de un tal Antonio Ferrari, mi primer pensamiento fue para Eloísa Ferrari, cuya imagen de pronto surgió ante mí, inmediata y casi dolorosa. Sólo después pude sorprenderme de que aquel excelente don Antonio, que pasaba la vida en el café proyectando negocios vagos y vanos, hubiera conseguido, al fin, redondear la suma que significa la construcción de la casa propia. El hecho me resultó tan insólito que para no pensar en algo peor, pensé en una herencia. Jiménez, mientras tanto, seguía explicándome que se trataba de un gran chalet y que los Ferrari eran muy exigentes. Por lo pronto, no íbamos a repetir en Burzaco el tipo 14 de bungalow californiano, ni el 5 en piedra de Mar del Plata, que, innumerablemente multiplicados, ya conoce y acaso habita el lector. Jiménez, mi socio, era constructor; la obra exigía un arquitecto. Alcé los ojos al diploma que colgaba en la pared, enmarcado en ébano; ese papel con su sello azul y su letra caligráfica me serviría para ver de nuevo a Eloísa, al cabo de los años.


-La señorita tiene sus ideas propias, explicó Jiménez. Y luego, como si pensara en voz alta: -Tiene un gusto refinado.

Me pareció natural que hubiera caído bajo el encanto de Eloísa. Aproveché para preguntarle como al descuido:

-¿Siempre sigue rubia y delgada?

Me miró un poco sorprendido antes de contestar.

-No sé. Lo que impresiona más es la voz. Habla como si entendiera de todo, y uno le cree.

Pensé que Jiménez no sabía discernir. Atribuía a la voz un efecto producido por toda ella. Los años la habrían cambiado, sin duda, pero en aquel momento yo evoqué a la Eloísa de 1938; la mirada un poco lejana, los ojos caídos hacia los pómulos, como abrumados por el peso de las pestañas, la sonrisa cuidadosamente enigmática, un hombro luminoso surgiendo del vestido de terciopelo negro. En realidad, lo que evoqué era su fotografía, que obtuvo el segundo premio en el concurso de belleza de Lomas (el primero fue adjudicado a la hija del inventor). En el recuerdo, las fotografías tienden a sustituir a los originales; además, resulta difícil recuperar los rostros que nos han inquietado. Otras imágenes se habían superpuesto a la de Eloísa, pero algunos momentos seguían intactos: una tarde en que me acompañó hasta la puerta, espontáneamente; aquella noche en que nos sentimos unidos ante un film de Norma Shearer. Por lo menos, yo creí que nos sentíamos unidos.

Norma Shearer, Lomas, concurso de belleza, segundo premio, son palabras triviales, pero la belleza y el encanto no son triviales y Eloísa los poseía, implacablemente. Claro está que a mí, ahora, con diez años de ejercicio en la Capital, el ambiente de Eloísa me podría resultar un poco provinciano, un poco mediocre. Pero el hecho es que Eloísa ejerció un poder sobre mí y sobre todos los muchachos que la frecuentábamos. No sé si era inteligente, pero había en ella una especie de resplandor que hacía perdurar los gestos cotidianos. Tenía esa seguridad que da la belleza. Por aquellos años, yo era más tímido y, aunque ya empezaba a quererla, no me hubiera atrevido a decírselo. El primer paso lo dio ella, una noche. Yo iba a Temperley; Irma, la mayor de las Ferrari, me preguntó si podía traerle un tarrito de polvo de hornear. Saqué la libreta de cuero de cocodrilo y empecé a apuntar el encargo, con cierta detención. Eloísa me la arrancó, la recorrió, murmuró con cierto desdén direcciones de otras mujeres, la rompió y la tiró. Se retiró sin mirarme, alta la cabeza, pero yo sentí que ese enojo era una invitación. Así empezó esa desdichada historia de amor que mató parte de mi juventud. Otra frase espectacular le dio fin. A1 salir de un baile del club, un subteniente aviador, al ayudarla con el abrigo, le ponderó los hombros. Pueden ser suyos, le dijo ella, con una seriedad de evidente propósito matrimonial. El viernes a las siete de la tarde fui a visitarla, según la tradición que yo había logrado imponer, pero nadie contestó a mi llamado. Adentro, estaba encendida la luz; por el balconcito entreví, sobre el aparador, un kepi galonado. De esos antiguos recuerdos me desvió la discusión de los problemas técnicos de la obra. Sorprendentemente, fue Jiménez quien volvió al tema.

-Si se quiere, Eloísa y Gladys, la menorcita, son más lindas, pero Irma tiene otra categoría. Es muy señora.

Creí haber entendido mal. ¿Irma? ¿Jiménez había estado hablándome de Irma? Recordé ese personaje de fondo, esa hermana mayor que aún seguiría, tal vez, esperando el Royal que no le traje nunca. Recuperé sin mayor dificultad sus facciones: la cara de base ancha, los ojos vivos y pequeños, la risa intempestiva, la boca fresca, pero no sensual. ¿Qué había ocurrido? Por lo menos para Jiménez, Irma era más memorable que Eloísa. Creí que por uno de esos juegos del destino se había enamorado de Irma. Pero la frase que siguió me hizo descartar esa conjetura.

-Es una mujer admirable. Claro que por nada del mundo quisiera ser su marido. Es una de esas mujeres que siempre llevan los pantalones. Y con eficacia, qué diablos.

Irma, Eloísa, Gladys... El último nombre apenas representaba para mí unas piernas flacas que corrían al sol, una moneda de veinte centavos que yo le daba para que comprara caramelos y me dejara solo con Eloísa, unas pecas en la nariz respingada, y la voz áspera de Irma, retándola. Pero habían pasado quince años; Gladys ya sería una señorita. En aquel momento, sentí a las tres hermanas como a un espejo de tres cuerpos que de algún modo reflejaba mi juventud.

Una ilógica necesidad de volver a verlas me hizo decir a Jiménez: 

-Por el interés de la firma, convendría que yo le llevara personalmente los planos a don Antonio. Usted sabe, en mis tiempos yo frecuentaba la casa... Me tiene confianza. Y si ahora anda con plata, no me costará convencerlo de que gaste unos pesos más.


II

Sería a todas luces absurdo negar espíritu progresista a los vecinos de la línea General Roca, pero sinceramente, al ver desfilar las estaciones y los pueblos desde la ventanilla del tren, tuve que deplorar la docilidad con que muchos se dejan convencer por firmas poco escrupulosas, que anteponen lo vistoso a lo sólido, y aun a lo práctico. Claro está que no todos los propietarios obran así; al pasar por Lanús, me di el gusto de saludar el bungalow tipo 14 que edificamos vez pasada para el farmacéutico Roverano y que hubo que refaccionar después de las últimas lluvias, con buena utilidad para nuestra caja. Las torres de la capilla evangélica en Lomas de Zamora fueron para mí otro motivo de legítima satisfacción: el reverendo Mannteufel tuvo la deferencia de consultarnos y nuestras sugestiones, por cierto, no cayeron en saco roto. ¡Se resolvió ipso facto el problema del drenaje de las cañerías!

Estas reflexiones de orden profesional eran quizás un engaño para no pensar en Eloísa. Me dije por centésima vez que no esperaba verla y que lo más probable era que Ferrari me recibiera solo. De las quintas llegó una brusca ráfaga de madreselva.

Procuré convencerme de que el encuentro con Eloísa podía ser un poco terrible, al cabo de quince años, pero era imaginario ese temor y realmente primaban en mí la esperanza y la ansiedad.

Me pareció que nunca llegábamos a Burzaco, pero cuando reconocí las primeras casas y el tren se detuvo, me sentí menos valeroso y en vez de encaminarme directamente a lo de Ferrari, hice un alto en la confitería de la estación. Tenía que revisar los papeles del portafolio; después de un par de cañas, decidí que convenía echar un vistazo al lugar donde levantaríamos el chalet. Era un terreno que brindaba muchas posibilidades, con martillo a favor, pero ya eran las 17 pasadas en el reloj pulsera extrachato y la indumentaria de gabardina italiana no se prestaba para andar verificando medidas.

Ante la puerta de la casa de Eloísa, volví a ser el muchacho de hace quince años. Mi mano halló la altura exacta del timbre sin que yo necesitara mirar. El tímido llamado me pareció indigno del soltero porteño con estudio en la avenida Belgrano que yo era ahora; insistí con más decisión. Quien me abrió la puerta fue don Antonio.

Para ocultar mi decepción, lo saludé con exagerado entusiasmo. La salita me pareció más chica, acaso porque estaba abarrotada de adornos; una odalisca en petit bronze confusamente duplicaba sus formas en la madera de la tapa del piano y, al entrar, casi tropecé con Leda y el cisne. Un mármol efusivo en el que bullían faunos y ninfas usurpaba el lugar donde antes reinó la fotografía de Eloísa.

Don Antonio había iniciado una conversación ostentosa y vaga. Sacó una caja de cigarros, me ofreció uno que cortésmente rehusé y que él guardó, con destreza de prestidigitador, en uno de los bolsillos del saco.

-Para las chicas, lo ha fumado usted -dijo con una voz sigilosa y haciendo un guiño. Eligió otro cigarro con lentitud, lo olió como pregustando el placer, cruzó la pierna, lo encendió con gravedad ritual e inmediatamente adquirió el aire de un gran señor. Hubo un silencio y tuve la convicción de que Eloísa no estaba.

-Un chalet, todo un gran chalet -exclamó- para la primera chica que se me casa.

No pude contenerme y dije:

-¿Eloísa?

Don Antonio ni siquiera me oyó.

-La formalización del enlace se festejó con un vino de honor en Los Alamos. Usted se acuerda, el establecimiento de los Chiclana. Parece mentira, la benjamina es la primera que llevaré al altar. Gladys se casa con Alberto Chiclana, un muchacho muy preparado, que sólo debe unas materias para redondear su segundo año de doctor en leyes. Y gran apellido. Sobrino de Raúl, que era de su tiempo.

Demasiado me acordaba yo de Raúl. Una noche, en el club, le ofreció una orquídea a Eloísa. Ella se la prendió sobre el corazón y repetía, yendo de grupo en grupo: Obsequio de Raú1 Chiclana. Los Chiclana eran la gente antigua del partido; Los Alamos, entonces, era un establecimiento importante. Después, el botarate de Raúl prefirió las farras de Buenos Aires al sólido trabajo rural y de la estancia, como le dicen, sólo queda el casco y los perros. ¡Las hipotecas se comieron la propiedad!

Dije por decir algo:

-¿Con que al novio sólo le faltan cinco o seis años para recibirse?...

Dadas las luces de los Chiclana, calculé por lo bajo treinta o cuarenta, pero la profesión nos enseña a ser diplomáticos.

-Ahora el tiempo pasa tan rápido -contestó don Antonio-. Y, además, Albertito está bajo mi ala.

Echó una bocanada de humo y miró la gotera del cielo raso:

-E1 amor, las ilusiones, la juventud... Claro que nosotros ya no estamos para esos trotes... -y aquí agregó amenazándome con el índice:

-Por lo pronto, usted tiene más barriguita que yo...

Volvió a guiñar el ojo; se trataba, evidentemente, de un hábito que había adquirido con la prosperidad. Era irritante. Además, ese vejete oruga, esmirriado, sólo profuso en los mostachos, ahora quería ponerse a la par de un tipo como yo, con su metro setenta y nueve de elevación y los trece minutos de flexiones, cada mañana, a lo gimnasia sueca.

El hombre estaba tan garifo, que aproveché para enfrentarlo, pero no perdí los buenos modales que exige la profesión.

-Vea, don Antonio -le dije- las cosas no hay que hacerlas a medias. Hay que sacar partido del martillo que da a la avenida Espora. El muchacho, que un día será abogado, se merece un bufete -esta vez el que guiñó el ojo fui yo-. Unos pocos miles de pesos más y le anexamos escritorio y sala de espera.

Don Antonio pareció caer en la trampa.

-Interesante idea, mi arquitecto -dijo como si lo arrebatara mi verba-. En sumo grado, interesante.

Poco le duró, sin embargo, esa reacción tan halagüeña. Empezó a achicarse como si se atornillara en el asiento y dijo con una vocecita aflautada:

-El señor Klaingutti, de la firma Klaingutti Hermanos, Chapas Galvanizadas, suele encargarle algunos asuntitos -y agregó, como dándose ánimos-: Un poco de alpiste para el muchacho. Sinceramente, la mención de Klaingutti me impresionó. ¿Quién que ha rolado un poco puede permitirse ignorar la casa matriz en la avenida El Cano y las filiales de Berazategui y de Merlo?

Don Antonio prosiguió:

-Oiga, no sé... Hay tantas cosas por delante. -Encendió el cigarro que había dejado apagar, y agregó bajando la voz-: Mi hija mayor es muy personal en sus gustos. Muy severa.

Lo miré atónito. ¿Qué tenía Irma que ver con el chalet de Gladys?

Don Antonio dijo algo, pero a través de las persianas de los balconcitos, oí un menudo taconeo que me inquietó. Oí abrirse la puerta y, un instante después, entraba Eloísa.

En el primer momento no sentí nada. Su silueta contra la luz, parecía un poco indefensa. La cara estaba en sombra, pero el cabello le hacía como una aureola dorada. Me dijo, como si me hubiera visto hace poco:

-Cachito, ¿vos por aquí?

Era la Eloísa de siempre. Ignoro si llegué a balbucear algo, pero sentí dos cosas. Llna, que aquel encuentro tan importante para mí, no lo era para ella. Otra, quizá la misma, que yo era apenas una imagen de su pasado.

Eloísa, haciendo caso omiso de mi presencia, habló con don Antonio:

-No sé qué vamos a hacer con la pobre Clemen. Ya se mandó hacer un vestido, casi igual a las del cortejo, y -ahora resulta que no quieren que vaya. Eso no se hace.

-Pero también, hijita, ¿cómo la invitaste sin consultar?

-Siempre consultando... Nos conocernos de toda la vida; ella dio por sentado que iría. Clemen, pensé, sería Clementina Traversi, una muchacha que trataba de imitar a Eloísa y que de un día para otro apareció con melena rubia.

-Mirá, Eloisita -prosiguió don Antonio, conciliatorio-, hacés muy bien en defender a una amiga, pero ya sabés que Irma es de lo más delicada para estas cosas. Clemen ya ha tenido tres novios. Y la gente es mala...

-¿Y qué hay de malo en tener novios?

La contestación de don Antonio fue sentenciosa:

-Somos nuestra reputación. Además, Irma se ha asegurado la presencia del señor Klaingutti.

-¡Del selior Klaingutti! -repitió ella. Lo dijo con una voz muy rara.


III

A mediados de la semana siguiente, tuve otra conversación con don Antonio. Fue copiosa, rica y estéril; soy del todo incapaz de reconstruir esa obra maestra de postergación y de vaguedad. A1 principio, yo estaba francamente encantado: mis sugestiones no eran sólo aprobadas por don Antonio, sino admiradas y amplificadas. Así, en etapas sucesivas, se encaró la posibilidad de adquirir terrenos vecinos, de construir una pileta de natación con sus vestuarios correspondientes, de dotar a la finca de un reloj de sol, de invernáculos, de una gran pajarera, de un frontón de pelota vasca, de una gruta con cascada y de un laberinto. Proyectamos también, para los fondos, un jardín italiano escalonado, con cabezas yacentes de emperadores. No juraría que se habló de un busto ecuestre del pagador Chiclana, desaparecido en la guerra del Paraguay, pero nada era imposible, esa tarde.

Desgraciadamente, don Antonio se desanimaba con la misma rapidez con que se animaba: las dificultades de la ejecución de un detalle mínimo de cualquiera de esos proyectos interesantes lo hacían renunciar a todo. En cuanto a gastos y honorarios no tuvimos ni un sí ni un no. Sin embargo, a medida que avanzaba la noche, me dio mala espina porque sentí que no llegábamos a nada. Don Antonio no quería (o no podía) comprometerse.

Claro está que tengo la conciencia tranquila; me plantifiqué en el sofá y defendí, una a una, mis posiciones. No me retiré hasta dadas las diez, cuando el propio anfitrión me repitió que aprovechara un tren que salía a los pocos minutos.

En la estación, el hambre pudo más, y me invité a una milanesa a caballo y dos medios litros, cuyo importe resolví cargar a la cuenta Ferrari. Las casuarinas hacían un ruido como de mar y pensé en Eloísa.

No sé si la esperanza de verla, o el temor de hacer un triste papel delante de Jiménez, cuyas indirectas y directas, me tenían sin cuidado, o la voluntad de no perder un negocio que se pincelara tan promisorio, me hizo regresar a Burzaco, a los pocos días.

No les anuncié la visita; el estratega que hay en mí optó por esgrimir el arma de la sorpresa, en interés profesional.

Esta vez no me permití devaneos emocionales. Eloísa podía seguir tan linda como antes, pero yo concretaba la atención en un paredón con almenas que diera toda la vuelta a la propiedad y que, si mi psiquismo no me engañaba, acertaría con el gusto de don Antonio.

Eloísa abrió la puerta, me hizo pasar a la salita y exclamando con voz atiplada me pescaste sin pintura, huyó patio adentro. La esperé de perfil, una pierna cruzada con negligencia, la mirada varonil abstraída en los faunos del grupo mitológico.

Antes de que entrara percibí el extracto de cyclamen. La sentí allí cerca y dije como si pensara en voz alta, sin despegar los ojos del mármol:

- ¡Hermosa obra de arte!

Por la risita de Eloísa, comprendí que mi observación de esteta había sido tomada como una galantería. La verdad es que el homenaje era justo; cutis relativamente fresco, bien llevados los tres o cuatro kilitos más, blusa transparente sobre los hombros, la sonrisa insinuante y los ojos tristes.

Se sentó junto a mí, en el sofá, casi rozándome con el vuelo de la pollera. Empezó reprochándome que yo frecuentara a las Hurtado, que se habían mudado a la Capital (chicas que no le deben nada a la hermosura; no te lucirás mucho, que digamos, exhibiéndolas en los restaurantes) y remedó el revolear de ojos de la mayor, con bastante gracia. Ponderé sus dotes de actriz; me dijo que Torre Nilson le había ofrecido un papel en una película. Esta eventualidad, lo confieso, no dejó de alarmarme; los años de la ausencia se habían borrado y yo sólo sabía que estaba con Eloísa, otra vez, en el sofá de siempre, y que mi desventura o mi ventura dependían de sus palabras.

Mirándome en los ojos, me dijo:

-Ahora contame de vos; ya sabés que siempre me enloqueció todo lo que sea arquitectura y decoración de interiores.

Nunca lo había sabido, pero le perfilé a grandes rasgos la odisea del joven soñador que llega desde el fondo de la provincia, sin otras armas que la ciencia y el arte, y que se afana, bucea, brega y se impone. Sonó en eso el teléfono.

Durante unos segundos, la posibilidad de que la llamara el director de cine me atormentó. Primero dijo:

- Ah, venís a cenar.

Después:

-Te preparo unos tallarines al pesto?

Y, finalmente, con una voz que temblaba un poco:

- Está bien. Vos mandás.

Volvió a mi lado, pero la sentí lejana. Cuando quise retomar el hilo y contarle la anécdota corrosiva de lo que yo por poco le dije a la mesa examinadora, Eloísa apoyó la cabeza en mi hombro v se echó a llorar. Mi experiencia en el renglón mujeres me aconsejó estrecharla entre mis brazos v arrebatarla en alas de la pasión. Varias fórmulas se me venían a la mente: Eloísa yo seré el arquitecto de su destino. Eloísa, yo le ofrezco un hombre y un nombre, pero apenas acerté con una palmadita en las espaldas.

Eloísa me miró con rabia.

-¿Qué es lo que tìene ella de mejor que yo? -dijo, apartándose de mí.

Se trataba, asombrosamente, de Irma. La que telefoneó era ella y había prohibido categóricamente que invitaran a Clemen.

-Me ha dicho que si no le obedezco, que me atenga a las consecuencias -agregó Eloísa, estrujándose las manos.

-¿Consecuencias? -repetí sin entender.

Entonces, Eloísa me contó todo.

La historia había empezado a raíz de uno de tantos intrincados negocios de don Antonio. Este había llegado a deber una modesta suma -cien o ciento cuarenta pesos- a la firma Klaingutti. El día del vencimiento, logró (mediante otra deuda) el importe, y encargó a Eloísa que fuera personalmente a pagar. El doble efecto que produciría un pago puntual hecho por una muchacha bonita le parecía de inestimable valor para otro nebuloso negocio que versaría sobre chapas acanaladas y pointillé. Pero la avenida El Cano queda muy lejos y Eloísa la mandó a Irma.

Era (Eloísa lo recordaba muy bien) un jueves de diciembre. A las siete, Irma volvió con el recibo firmado por el propio señor Klaingutti, y preparó, como era costumbre, la cena. Nada singular ocurrió hasta el jueves siguiente.

Ese día, Irma tomó el tren de las quince y treinta y no regresó hasta entrada la noche. El padre, que a pesar de sus fantasías, era muy estricto con las chicas, empezó a amonestarla. Ella, sin hablar, abrió la cartera, y dejó sobre la mesa un papel de quinientos pesos. En la billetera había otro igual. Fue, desde entonces, Eloísa la que preparó las comidas.

Así fueron pasando los años. En esa disciplina precisa no hubo otra interrupción que la motivada, en 1944, por un disgusto. Nunca pudo saber Eloísa las razones de esa desavenencia que duró más de un mes, durante el cual el señor Klaingutti no dejó pasar un solo día sin telefonear o mandar flores, dulces o delikatessen, que las hermanas y el padre tenían orden de devolver.

Tampoco pudo averiguar Eloísa los detalles de la reconciliación: una tarde, el chauffeur del señor Klaingutti llegó en el coche gris. Irma le mandó decir que se fuera; al día siguiente, el señor Klaingutti se apersonó con aspecto lastimoso y muchas reverencias. Irma lo hizo esperar una hora y se fue con él; desde entonces las cuotas semanales fueron triplicadas.

Irma, eso sí, no se rebajó nunca a aceptar el menor obsequia, ni siquiera los días de su cumpleaños. El señor Klaingutti, una vez, le ofreció un tapado de nutria. Ella se limitó a recibir el importe, que invirtió luego, para no consentirlo, en uno de astracán.

A fines de 1949, Gladys cayó enferma. Durante tres semanas, Irma no se movió de su cabecera y no dejó que entraran en el cuarto ni Eloísa ni el padre. Pasó malas noches cuidándola, con una especie de ternura feroz; durante ese tiempo, el señor Klaingutti tuvo la delicadeza de mandar cada jueves, a su cajero, con la cuota habitual.

-Irma tiene locura con la mocosa -añadió Eloísa-. Le arregló el casamiento con Chiclana y ahora, encima, le hace construir el chalet.

Nada de lo que había dicho Eloísa me impresionó como estas palabras. Apenas atiné a balbucear:

-Entonces, ¿no es don Antonio el que paga?

-¡Qué va a pagar! -fue la desconcertante respuesta-. Papá no tiene más que la mensualidad que le pasa Irma, y se la suspende si lo pesca debiendo un solo centavo. ¡Pobre de él si se mete en negocios! Irma es una roca.

Había resentimiento en su voz. Francamente, no me gustó que hablara así de una mujer a todas luces excepcional, que contaba con el pleno apoyo del señor Klaingutti y de quien dependía, en última instancia, la edificación del chalet.

Eloísa prosiguió con malevolencia:

-El señor Klaingutti quiere casarse con ella, pero Irma siempre le dice que no. Así lo tiene más dominado. Es de rara... -No concluyó la frase. Un automóvil se había detenido en la puerta y segundos después, entró Irma. Me puse apresuradamente de pie y ensayé un saludo. Antes de contestarlo, la dama se volvió hacia Eloísa:

-Ponete un chal. Ha refrescado.

Comprendí que la blusa de Eloísa era demasiado transparente.

-Vengo rendida -exclamó Irma, ocupando el sofá-. Había que poner un poco de orden en la filial Berazategui.

Al cabo de un silencio, en el que respeté sus pensamientos, quise llevar la conversación al tema del chalet. Se mostró reticente; dijo que la nueva pareja viviría un tiempo en Los Alamos.

Cuando se quitó el sombrero, que era de color verde oscuro, como los zapatos y el traje, me fue dado valorar su severa belleza, quizá menos notable por la gracia que por la autoridad.

Siempre velando por la corrección de su hogar, me sugirió que no tenía por qué costearme a Burzaco y me dictó un número de teléfono que correspondía a una de las líneas internas de la red Klaingutti.

-A principios de la semana que viene, puede molestarse en llamar. Para entonces, la secretaria tendrá órdenes precisas.

Me tendió la mano.

Al querer despedirme de Eloísa, noté que ya no estaba en la sala.

El martes, a más tardar, hablaré con la secretaria. Acaso con Irma.


La hermana de Eloísa, 1955

En 1955, la editorial “Ene” publica en Buenos Aires La hermana de Eloísa, volumen que reúne cinco cuentos: dos de Jorge Luis Borges —”La escritura del Dios” y “El Fin”— y dos de Luisa Mercedes Levinson —”El doctor Sotiropulos” y “El Abra”—. El quinto relato, que le da el nombre al libro, fue escrito en colaboración. Véase ensayo completo





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